Está junto a nosotros señalándonos el camino, como nuestra jefa de fila.
- Nos da ejemplo de aceptar el plan divino y corresponder con generosidad (Lc 1,38).
- Es el canal por el que llegó a nosotros el Redentor (Lc 2,7).
- Nos enseña a meditar en nuestro corazón las enseñanzas y virtudes de Jesús (Lc 2,19.33.51), para que también nosotros podamos ser místicamente su madre (Mt 12,48-50).
- Nos da la nota para alabar con nuestra mente y con nuestro espíritu (Lc 1,46-55).
El Todopoderoso puso los ojos en su pequeñez y quiso hacer en ella cosas grandes (Lc 1,28-35.46-49).
Muchos no católicos reconocen que el título “Madre de Dios” tiene fundamento bíblico. El ángel dice que el hijo de María será reconocido como Hijo de Dios (Lc 1,31s); Isabel la llama “Madre de mi Señor” (Lc 1,43); Pablo proclama que Dios envió a su Hijo “nacido de mujer” (Gal 4,4).
Por eso, ella se atrevió a profetizar: “Todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48). O (aunque no lo hubiese expresado ella sino que hubiera sido redactado por San Lucas o su comunidad, como piensan ciertos biblistas) lo innegable es que estaba escrito a fines del siglo I.
Esa profecía iba contra todo cálculo de probabilidades. Pero nosotros somos testigos de que todavía se sigue cumpliendo. También esta generación -a pesar del racionalismo, el materialismo, el libertinaje- sigue venerando a esa muchachita provinciana de un pueblito entonces casi desconocido, Nazaret, que ahora es famosísimo sólo porque allí vivió ella con su Hijo.
INTERCESORA
Acudimos a los santos para imitarlos y para rendirles nuestro homenaje de admiración. Pero también para pedirles que intercedan por nosotros.
El único mediador es Jesucristo (1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24). Por eso, le toca el oficio de interceder (Rom 8,34; Heb 7,25). Pero los que estamos unidos a Jesús por obra de su Espíritu Santo, también podemos interceder por los demás. En el primer escrito que tenemos del Nuevo Testamento, San Pablo cuenta al empezar que ora por los cristianos y al final les pide a ellos que oren por él (1Tes 1,2; 5,25). Después lo sigue repitiendo en sus otras cartas.
Todos podemos interceder por los demás, a condición de que estemos unidos a Jesús y oremos en su nombre (Jn 15,4.16; 16, 23-27). Si eso vale para los que estamos vivos en la tierra, más para los que están vivos en el cielo. (Mc 12,27; Lc. 20,18).
Ni la muerte puede separarnos del amor de Cristo (Rm 8,35-39; Flp 1,23). Cuando se desmorona esta morada terrenal, estamos mucho más unidos a Cristo (2Co 5,1-9), no por medio de la fe sino por la visión beatífica y la posesión (1Co 13,12; 2Co 5,6-9; 2Tim 4,6-8).
Para Dios todos viven (Lc 20,38). Según este pasaje, Abrahám está vivo. Por eso, en la parábola del pobre Lázaro, Jesús presenta a Abrahám como presidiendo el limbo de los justos, de la manera que algunos católicos imaginan a María interviniendo en el purgatorio (Lc 16,22-31).
También el Antiguo Testamento presenta a Samuel, Moisés y Jeremías intercediendo ante Dios después de muertos (Jer 15,1; 2Mac 15,12-16).
Eso es muy distinto de la nigromancia o adivinación mediante los muertos (Lv 19,31; 20,6.27). Si fuera malo invocar a los santos, Jesús nos hubiera dado mal ejemplo al hablar con Moisés y Elías. (Mt 17,3).
La epístola a los hebreos, hablando de los santos del Antiguo Testamento, asegura que estamos rodeados de testigos (Hb 12,1) y que nos hemos acercado a la asamblea de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo, a los espíritus de los justos que ya han llegado a la perfección (Hb 12,22s). Todo el capítulo 11 describe su santidad, alabándola y poniéndola como ejemplo.
Lo mismo enseña Jesús (Lc 13,28) y S. Pablo (Gal 3,6-9).
Los santos, no sólo están vivos, sino que se alegran cuando nos arrepentimos (Lc 15,7) y si los hemos favorecido cuando estaban vivos, nos recibirán como amigos en el cielo (Lc 16,9).
A cada momento los católicos piden a algún santo que interceda ante Dios. Eso en modo especial lo hacemos con María, repitiendo: “Ruega por nosotros, pecadores”. Su eficacia como abogada aparece en las bodas de Caná, cuando hizo cambiar los planes de Jesús (Jn 2,3-11), pero también la testifican por experiencia muchísimos cristianos.